Memorias

Con el tiempo el recuerdo es menos y la sensación es más.

domingo, 25 de marzo de 2012

El Camino (3ª)


Al día siguiente, en la escuela, mi amigo no se puso a medir los centímetros limítrofes que mi codo violaba, eso evitó que mi pierna se moviera y que sus útiles cayeran al suelo. Tenía curiosidad por lo que había pasado con mi abuela, no sabía si el llanto de ella era compasivo o el compasivo era él. Lo busqué en el recreo para preguntarle pero cuando estábamos juntos no me animé porque habría tenido que contarle que los vi y eso me incomodaba. Pero ya era tarde para irme de su lado, de modo que caminamos como dos solitarios por las líneas que las grietas del cemento dibujaban en el patio. Al almuerzo, vino a mi mesa y me miró y yo me hice a un lado dejándole sitio. Mis amigos me miraron inquietos, pero yo lancé una pregunta al grupo e inmediatamente olvidaron al intruso.  
-¿A quién le guste la piña? 
Todos se miraron negando con la cabeza, mientras más lo negaban más parecía que fuese malo decir que les gustaba, es más, creo que a alguno si que le gustaba, pude verle en los ojos esa luz que destella cuando escuchas algo que te gusta, y fue el último en decir que no, que era asquerosa.
-¿A quién le gusta el Plátano?
Todos a coro dijeron “A mí”
-¿Quién me puede explicar por qué lo que sería un kilo de plátanos cuesta la mitad de lo que sería medio kilo de piña?
Ese momento me di cuenta de que yo era el único que hacía la compra en la frutería, todos estaban sorprendidos pero ninguno habría podido decir el precio de un plátano por mucho que les gustara.
Entonces, el nuevo del grupo habló.
  • Porque las madres comen piñas, por eso son más caras.
Y todos asintieron con la cabeza. Yo me quedé sorprendido. Eso no me había dicho el frutero. No depende sólo de la oferta sino de quién lo demande. Si lo demanda quien decide entonces puede costar más. Yo no sabía mucho de madres pero si bastante de abuelas. Las abuelas no comen piña, ni caquis, ni granadas, ellas comen plátanos y uvas, y naranjas. Me sentí afortunado de no tener que comer a gusto de madre. Y entonces tuve otra curiosidad ¿Qué comen los padres? pero no me atreví a preguntar. No me gustaba hablar de padres en general, porque a mi no me afectaba el no tenerlos pero si notaba que al resto les ponía en una situación incómoda, de esas que provocan miraditas. Además, yo en esos temas no tenía argumentos, me sentía perdido. 
Al terminar el día fui a casa con mi nueva sombra, esa que caminaba por las hendiduras de las baldosas de la acera. Al llegar a mi portal se detuvo, y esperó a que abra, luego me dijo adiós sin esperar mi respuesta, yo la demoré porque no estaba seguro si el responderle me ataría a él de por vida. De hecho fue así. Desde ese día hasta terminar el bachillerato fuimos y volvimos juntos del colegio.
No fue tan incómodo como yo había pensado, no hablaba demasiado y si lo hacía solía tener fundamento. Le gustaba escuchar mis dudas sobre las cosas cotidianas, siempre tenía respuestas originales y lo decía un modo tal que sonaba al dictamen de un juez.

Había pasado un par de meses desde que mi sombra ya se consideraba mi amigo, y yo lo  había empezado a considerar un discípulo. Realmente era más inteligente que todos mis amigos y era el único que hacía replantearme mis conjeturas.
Se acercaban las vacaciones de Navidad y todos empezaban a pensar en la comida, la fiesta, los encuentros con primos lejanos y cercanos, los tíos favoritos y por supuesto en los regalos. Yo sólo recibiría uno, el de mi abuela y no vendría nadie a cenar con nosotros. Percibía que a mi discípulo tampoco le hacía mucha ilusión la Navidad pero no me atrevía a preguntarle el por qué, por miedo a que me devuelva la pregunta, y que eso nos meta en un tema incómodo. Me sorprendió que fuese él, quien introdujera el tema, preguntándome si comeríamos cerdo o pescado. 
Yo había estado todas las semanas de diciembre pidiéndole a mi abuela que cenemos Pavo en noche buena, y pavo calentado en Navidad, como lo hacían en las películas americanas. Le ofrecí poner el nacimiento con todas las figuras y como ella no se pronunció yo aproveché para poder chantajearla. Así, esa navidad de mis doce años tuvimos un nacimiento parecido al del ayuntamiento. Como el espacio era el límite yo crecí hacia arriba, monté cajas grandes sobre cajas más grandes y así iba ganando terrazas. El nacimiento tuvo el belén, el desierto, el castillo de Herodes, el camino de los reyes magos que vertebraba todo, la selva que estaba pegada casi a la pared y para la que pinté unos tigres que se asomaban entre la yerba. Lo hice tan grande que no pudimos ponerle luces a todo porque no alcanzaba el cable. Esas semanas los atardeceres de la ventana morían en el desierto. Mi abuela quedó tan encantada que cedió y fui triunfante a la pollería a encargar el pavo. Al final fue una pavita porque éramos sólo dos, pero como nuestra mesa de comedor también era pequeña en proporción era igual que un gran pavo americano.

domingo, 18 de marzo de 2012

El Camino (2ª)



Me sorprendió el alivio que sentí al encajar estos hechos de este modo. Sabía que usaría su método y disciplina para encontrarse, que lo armaría todo de una nueva manera y que contaría de nuevo con su querida amistad. Y entonces me di cuenta de que ese niño insoportable del sexto curso de escuela se había convertido en mi hermano.
No tuve hermanos, fui criado por mi abuela cuando murieron mis padres de quienes casi no guardo recuerdos reales. Mi abuela me dio sus recuerdos, y eran muchos más de los que mi memoria habría podido albergar como hijo de ellos. Era una mujer fuerte en dulzura y grande en generosidad que creía que yo necesitaba más gente que sea parte de mi vida, y fomentó la amistad con ese chico nervioso que me había tocado en la lotería de los puestos de la clase.


Yo nunca sentí que me faltara algo, y menos un hermano, es más, agradecía no haberlo tenido cada que debía que soportar la relación forzosa de mi compañero de pupitre. 
Cuando él delimitaba en la mesa los centímetros cuadrados que tenía que ocupar cada uno, me ponía de los nervios, y movía mi pierna haciéndola chocar con una pata, eso la sacudía toda y hacía caer los lapiceros y el sacapuntas ordenados juntos por encima de su libreta, las puntas se rompían y él se levantaba con su sacapuntas que también había caído y encima del basurero se quedaba un buen rato, ese tiempo aprovechaba yo para respirar, estirarme, sacudirme y así poder a aguantarlo otra hora más. A veces del sacapuntas se rompía ese trozo de plástico que une la estructura del orificio de entrada y evita que la cuchilla se mueva con la presión del lápiz, entonces el volvía y lo guardaba todo en su cartera. 


Por la tarde iba a mi casa, no le daba pereza caminar las cinco manzanas que nos separaban, subía al tercero b de mi edificio a que mi abuela le abra, le de leche con magdalenas y me obligue a pasar la tarde con él. No le contaba nada del sacapuntas, ni de los constantes movimientos de mi pierna que estropeaban su caligrafía, no hacía falta, cualquier castigo era menor que tener que jugar con él para alegría de mi abuela.

Como él era un buen estudiante y yo no tanto, de alguna manera, creo que por ósmosis, mis notas mejoraron. La profesora y mi abuela estaban tan contentas con la buena influencia de mi nuevo “amigo” que mi sitio en el aula se consolidó muy a mi pesar. 

Llegué a urdir un plan para romper con esta situación, pero era demasiado complicado, por lo que decidí enfrentar a mi abuela con la realidad. Esta decisión la tomé luego de una charla en la frutería, le había preguntado al dependiente el por qué unas frutas costaban más que otras no viendo yo una diferencia lógica de sabor, así, para mí, el plátano debía ser muchísimo más caro que la piña a la cual no le encontraba la gracia. Otro ejemplo, la uva, definitivamente debía ser más cara que el caqui. El dependiente me dijo que no se fijaba el precio por el sabor sino por la oferta, si hay poco es más caro que si hay mucho, da igual si es más o menos sabrosa. Ahí me di cuenta de lo que le pasaba a mi abuela con el chico este, para ella él era un bien escaso y daba igual que sea desagradable para mí. De modo que decidí explicarle esta teoría a mi abuela y prometerle traer a muchos chicos de mi clase cada semana para que se quede tranquila y deje de recibirle con mis magdalenas y mi leche. 

Llegué a casa esa tarde con la compra en una mano y las llaves en la otra, entré por la cocina, saqué la fruta y la puse expuesta en el frutero para que se vea la variedad, y así la pueda usarlas para mi explicación. Me lavé las manos con ese jabón con olor a jazmín que ella dejaba en el fregadero para que huela que la he obedecido. Sequé mis manos con ese rizo que siempre se alzaba en mitad de mi mollera y así, lamido, caminando que no marchando, busqué a mi abuela. La encontré en su habitación, mostrándole fotos a mi “Amigo”. Iba a entrar de sopetón y sacarle de ahí, me parecía una invasión que requería entrar en armas, pero entonces vi que estaban llorando y me agazapé entre las batas que colgaban del gancho de la entrada.
Se notaba que ya habían hablado de lo gordo del asunto, estaban en la etapa de consolación. Preferí no ver ni oír nada y me fui al salón, encendí la televisión para que sepan que había llegado, se sequen, se acomoden y de ser posible se despidan. Estaban dando Tarzán.

Sorprendentemente, fue así, al escuchar los ruidos del salón, salieron, se despidieron y mi abuela vino al sofá y se puso a ver Tarzán conmigo. Me trajo magdalenas con leche y me besó justo en el sitio donde habita el rizo rebelde. 

Casi abrazados, la sentía suspirar. Hice un esfuerzo por ver el reflejo de su rostro en la pantalla y constaté que no estaba viendo el programa, su mirada se escapaba hacia el atardecer, ese que se veía encima del cuarto piso del edificio de enfrente, y que secaba las sábanas de aquellos vecinos.

lunes, 12 de marzo de 2012

El Camino (1ª)


Llegó de su viaje con otra cara, entre alelada de tanta felicidad e incrédula de lo que sus propios ojos habían visto. Su mochila venía rota, sucia y menos llena de lo que sin duda se había ido.

Mi amigo tiene cerca de cincuenta años, los diez últimos ha sido francamente infeliz. Pero uno no deja de ser lo que es a pesar de la tristeza, y él ha sido, es y será un perfeccionista. Y esto no lo digo como un atributo negativo, nada más alejado de eso. Para mí es un sujeto admirable. Su deseo de perfección lo salva de ser aburrido.

Sus diez años de desgracia a los que me refiero empezaron con su matrimonio fracasado, ahí es cuando su perfecta vida termina irremediablemente, cuando deja de ser el perfectísimo marido de, el perfectísimo padre de, y se convierte en una visita molesta en su propia casa. No llegó a divorciarse, creo que él era incapaz de certificar su imperfección. Lo que hizo fue alejarse metódicamente.
Empezó saliendo de casa más temprano y llegando más tarde, eso remontó su negocio de una forma impresionante. Pero los fines de semana eran un problema. La tensión del sábado y el domingo le provocaron un ataque de ansiedad que le llevó al psiquiatra. Negado como es para aceptar que en una cápsula se encuentra la cura de una molestia, y creyendo firmemente que a él le provoca somnolencia incluso una aspirina, atendió más el objetivo del remedio que su dosificación y encontró otra vía para conseguirlo. Se convirtió en senderista. Esto hizo efecto rápidamente, y no volvió a tener otro ataque en su vida.

Lo acompañé al principio de sus pequeñas excursiones, ambos vivimos en la Sierra de Madrid. Mi único accesorio para tales fines fue un par de botas de montaña. Él, en cambio, adquirió una serie de implementos que volvían el paseo en algo parecido a la lectura de instrucciones del uso de la bicicleta. Iba desgranando los pasos, que si la postura de la cadera, que si la tela adecuada para los calzoncillos, incluso se metía con la cantidad de agua que debía beber y cada cuánto tiempo. Yo hacía como si eso me interesaba, porque sabía lo importante que era para él hacerlo bien. Y así se convirtió en menos de un año en un experto.  Dejé de acompañarle cuando encontró un grupo que organizaba este tipo de salidas por los senderos de la sierra y que entendían y compartían su emoción por el atrezo.

Mi amigo encontró un sitio en el que podía hacer las cosas del modo correcto y verificarlo al final del día. Se fue alejando de sus angustias, de su mujer, de su casa, y de sus amigos. Se fue alejando de lo que para mí era él. Su único nexo con su pasado era la realidad física y su deseo de perfección.

Además de ser amigos de infancia, éramos vecinos. Nuestras casas compartían calle. La mía estaba en un fondo de saco y la de él al principio de la calle del lado izquierdo. En su chalet el garaje estaba situado a la izquierda, de modo que para aparcarlo en batería tenía que llegar hasta mi casa, girar y volver, así entraba directamente sin tener que efectuar la maniobra dentro de su casa, de ese modo evitaba manchar la bonita baldosa de barro cocido que tapizaba su entrada. Eso era típico de él, casi lo definía. Este detalle consiguió que a pesar de la distancia que crecía entre nuestras historias, no dejemos de saludar una o dos veces al día. 


Al principio los saludos eran largos, llenos de comentarios sobre sus excursiones, con el tiempo se convirtieron en un simple ademán.
Yo me sentía culpable de esto, porque fui quien evitó las charlas sobre su nueva afición con el detalle que sólo él era capaz de contar. Pero, sinceramente, yo no lo veía en lo que él contaba. Me hablaba de lo que le ocurría a un desconocido, ese que vivía ahora en su cuerpo y se emocionaba con las experiencias en la montaña, porque eso era el nuevo término “La Montaña”.

Y así estaban las cosas cuando dejó de saludar. Dejé de verle cada mañana al pasar por su casa cuando yo iba con los chicos al colegio, dejé de verle cada tarde cuando él avanzaba al fondo de saco para dar la vuelta, simplemente dejé de verle.

Mi mujer pensaba que podía haber sucedido lo inevitable, que se hubiesen separado. Ella no mantuvo amistad con la mujer de mi amigo, nunca le gustó y ahora no tenía que soportarla. De modo que, dado que su móvil comunicaba permanentemente, sólo podíamos especular. Cuando me cansé de especular llamé a su hermana, pero ella sabía menos que yo, tampoco tenía relación con su cuñada y de su hermano sólo tenía alguna referencia sobre un viaje programado para el verano. 


Me acerqué al centro de senderismo al que se había afiliado y ahí me dieron más detalles. Me dijeron que había decidido hacer el Camino de Santiago sólo.

Con lo de “Sólo” entendí que este viaje era un viaje de vuelta, que se había dado cuenta de que ya era hora de volver a recuperar su cuerpo, que su cuerpo lo extrañaba y tenía que ir allá donde sea que creyere que andaba su espíritu para volver completo. Eso quise creer yo, que también lo extrañaba, o que era el único que lo hacía.

sábado, 3 de marzo de 2012

He (Quinta entrega, el final)



- Padre Miguel, usted es un hombre bueno, inteligente, cuerdo y creyente. Usted dice que Dios existe, que vive en nosotros. Dice, incluso en sus sermones, que lo dejemos entrar en nuestros corazones y que Él está en todas partes. A usted nadie osaría declararlo loco.  

Mi madre era una mujer hermosa, inteligente, cuerda y creyente. Decía que los demonios existen y que pueden entrar en algunos de nosotros, en los débiles, los que no tenemos ese motor de emociones dentro que nos hacen ese tipo de personas divertidas y atrayentes. Los demonios pueden entrar en las personas calmas, las que no quieren ni pueden con muchas emociones en sus cuerpos. Vasijas vacías nos llamaba mi madre. 


Pueden entrar y actuar por nosotros. Pero no nos hacen ser buenos, como Dios. Ellos son retorcidos, gozan en el dolor, se crecen con el desconcierto. 

Mi madre les temía, se sabía vacía y trataba de llenarse de Dios. Me enseñó a cuidarme, me decía que cuando crezca y empiece a pensar en lo que es la vida, en quién soy yo, cuando tome consciencia del mundo, entonces me descubriré a mi misma como soy, una vasija vacía, pero también en ese momento ellos me verán e irán a por mí, así como han ido a por ella. Que sólo fue feliz cuando me tuvo en su vientre, por nueve meses pudo estar tranquila, estaba llena de vida y que por eso me amaba tanto, por haberle enseñado lo que era la felicidad. Yo tenía seis años, pero su instrucción me abríó los ojos desde niña, yo le creí siempre.

El día de su muerte yo no había ido a la escuela, mi padre y mi madre discutieron por la mañana. Mi padre se fue de casa muy disgustado pero volvió.  Él no recuerda eso, no puede recordarlo, no era él. Entró y obligó a mi madre a tragarse todas las pastillas y le dijo que a su vuelta esperaba verla muerta y luego me miró y se echó a reír. 
Mi madre me abrazó y me llevó con ella a su cama, me dijo que había llegado el momento de despedirnos. Me abrazó. Yo le pregunté si le dolía y lo negó, dijo que así tenía que ser, que los demonios se quedarían satisfechos y no me harían daño. Que en su momento irían por mi padre y que cuando él muera yo debía huir, alejarme de todos los que me conozcan, porque tras mi padre irían a por mí. Que yo cerraba su juego. 
Me abrazó muy fuerte para sentirme hasta el último momento, me dijo que nunca olvide que los demonios están en todas partes pero, al final, si podemos evitar que nos posean en vida podremos volveremos a reunir en el cielo. 

Padre, me van a matar, ya lo sé, no quiero huir, no tengo fuerzas. Prefiero estar aquí, donde no puedo hacer daño a nadie y donde me tienen más a mano, que acaben pronto sería lo mejor. Así, mi alma limpia podrá ir con mi madre. 
Nunca quise ver a mi padre porque no era él. Y su carta es la prueba de ello, ahí no me habla él, me hablan los demonios que tenía dentro y me advierten que vienen a por mí. Ya estoy aquí, encerrada, si cuento esto a alguien ¿qué puede cambiar?

Usted mismo ¿acaso me cree? 

Hector me aborrecerá, con lo racional que es, cómo va a poder entenderme. 

Pero soy yo quien debería exigir una explicación a todos. 
¿Cómo aceptan a Dios sin cuestionar su cordura y sin embargo no pueden aceptar del mismo modo a los demonios?

Dios les sirve para paliar sus miedos, los demonios en cambio sólo los alimentan, es el miedo el que los hace ciegos y es por esa ceguera que ellos pueden jugar con nosotros. 

¡Que jueguen pues!

Yo creo que hice bien en callar, en ni siquiera intentar advertir de esto a mis hijos, y ellos no me quieren, ni admiran, ni respetan, soy la pobre madre nerviosa, la rara que nunca sale y que le teme a todos los extraños. 
Puede que eso sea lo mejor, que nunca se enteren de esto, así, su propia ignorancia los protegerá. Además, salieron a su padre, vasijas hermosas y llenas. Ninguno de los tres corre peligro, algún día nos reuniremos en el cielo.



Miguel se quedó callado, veía una lógica muy clara en lo que María le decía, no encontraba contradicciones en todo su discurso, ni siquiera temor. Había una aceptación de un destino no buscado ni merecido. Incluso había esperanza en el reencuentro en una vida futura. Estaba claro que todo eso era producto de haber crecido en un hogar tan desequilibrado. Ella había encontrado el modo de darle sentido a todo en su historia y está claro que este era el único modo que hacía que todo sea creíble. Se quedó en oración un momento y luego, cuando un enfermero iba con la medicina él aprovechó para ir a por un café. Al subir se topó con Héctor que llegaba en el ascensor y lo llevó a la sala para hablar con él y darle consuelo. No había pasado mucho tiempo cuando se escuchó una carrera de enfermeros y médicos por el pasillo. María había robado unas tijeras al enfermero y se había suicidado. 

- Al final, terminó su vida como su madre.- Dijo Miguel.
- No Padre, al final terminó con la mía.- Contestó Hector.